Solo soy una espectadora, eso es lo más duro, poder ser solo una espectadora de lo que ocurre muy cerca de mi, en mi casa, en mi hogar, en el que tan feliz fui de pequeña y en el que a veces hoy se hace difícil vivir.
Mi impotencia es esa, no poder hacer nada, no ser capaz de ayudar a quienes siempre se han dejado la vida por mi y por mis hermanas; ellas también asisten con rabia y dolor a lo que hoy en día viven nuestros padres.
Mi padre Manuel padece Alzheimer agravado por otra enfermedad de nombre impronunciable que poco interesa porque ambas tienen la misma solución, ninguna, y mi madre es su cuidadora, cuidadora las veinticuatro horas del día, su apoyo incondicional e inseparable, será por eso que el único nombre que aún hay grabado en la memoria de mi padre es el suyo, Carmen.
Carmen es lo único que mi padre necesita para vivir, para vivir una vida que como nos ha hecho saber no quiere vivir. Y nos lo ha hecho saber con palabras cuando su torpe boca consigue pronunciarlas y sobre todo con lágrimas que todos los días salen de sus ojos, unos ojos perdidos y llenos de tristeza, unos ojos que nunca han sido los más alegres del mundo por los palos que le ha dado la vida pero que nos han transmitido cariño, lealtad, responsabilidad y amor, el amor de un padre con el que solo se pueden tener palabras de agradecimiento como hija.
Es triste saber que no hay remedio, que su luz hace ya mucho tiempo que está apagada y que lo único que le hace sonreír es un beso de su nieta Candela, la cual a sus tres años es más que consciente del deterioro de su abuelo, su yayo Manolo que nunca le dice nada y ni siquiera sabe jugar a lo que ella juega.
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